MOUNTEMPLARIA 2013.

Amanecía el valle con una claridad que anunciaba el calor que estaba por venir.

Los tonos naranjas que sombreaban tras las crestas y los cerros que ese día tendríamos que rodar, en ascensos épicos y descensos de infarto, daban a las rampas que veíamos desde el patio de armas del castillo un halo de inocencia que más tarde, ya en faena con el pedal, nos harían resollar y maldecir la fuerza del fuego, los vientos, el agua y el hielo que esculpieron este calvario que los nativos del lugar llaman MOUNTEMPLARIA.

Que la cosa pintaba dura se sabía: las crónicas que habían traído hasta estos parajes del Bierzo a dos de los más curtidos miembros de la LEGIO VI FERRATA (léase Sergio y Luís) y a la joven promesa de la escuadra (Davicillo hasta ayer, Goliat al terminar el día), junto con la directiva y alma del proyecto que encarnaba el siempre imbatido Alex (ándale ándale ándale!!!!), a los que se unían el feliz padre de la criatura (Jesusito de mi vida eres niño como yo) y las estrellas invitadas y anfitriones del encuentro (Rubiales y el hermano del Espíritu, este último en tareas de tostadora animadora), hablaban de paredes más propias de la escalada que del arte de las dos ruedas, sendas infinitas que arañaban el cielo y el infierno según se subiera o bajara, sufrimiento comprimido en un bidón de agua, retos y dificultad técnica a lo largo de los ochenta kilómetros de recorrido, con casi tres mil metros de desnivel positivo y otros tantos de desnivel negativo, por paisajes inmortales como la memoria de los caballeros antiguos de los que la prueba tomaba el nombre. Aquí sólo se podía llegar o morir y el único rival a batir, estaba claro, era uno mismo. Llegar o morir. Morir o entrar en la meta de esta carrera como premio al tesón, al esfuerzo y a las ganas de vivir una experiencia mágica y vital dándolo todo en el pedal. Nosotros veníamos a lo segundo, aunque más de una vez, sobre todo en las rampas verticales por las que nos precipitaba el recorrido, pareciera que nuestros méritos nos llevaban directos y sin posibilidad de enmendarlo, a lo primero.

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Ciento setenta y tantos insensatos y tres dignas insensatas tomaban la salida pasadas las ocho de la mañana desde el patio de armas del castillo templario de Ponferrada, con la cruz de la Orden del Temple, roja como la sangre a verter, tatuada en el pecho del maillot y enfilaban sus ruedas detrás de los cohetes que desde el minuto uno lideraron la prueba: cuatro jinetes del Apocalipsis a los que no volverían a ver hasta la cena.

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Que conste que sólo un equipo iba con apoyo de moral y esos eran los nuestros: las banderas y la furgo del BTT MINA ROMANA ondearon bien alto todo el día y echaron fuego a lo largo del recorrido para llegar a todos lados y a todos (porque para todos intentamos estar ya fueran propios o extraños, tirios o troyanos).

Nuestros chicos pro se colocaron en buena posición cerca de los primeros remeros y la joven promesa, sobre la que planeaban esperanzas y dudas por igual en estos primeros lances, buscaba refugio cerca del farolillo rojo. Un llaneo mínimo para abandonar la ciudad e iniciar la primera ascensión mirando a Roncesvalles en un tramo de pedregal, ortigas y tierra del camino de Santiago que une el pueblo llanero de Molinaseca y la cumbre de El Acebo. Subida exigente para mentar a la madre del que buscó el trazado, pero con el consuelo del frescor primero del día y el buen ambiente de la tropa pedaleante, que otra cosa no, pero desde el kilómetro uno, unidos por la adversidad, veían en el de delante y en el de detrás (al lado no cabía ni la sombra de uno) un hermano de fatigas. Hermandad es la palabra para describir a los caballeros y a las damas que formaron este pelotón de castigo.

Casi veinte kilómetros de la nada al sol, hasta alcanzar el primero de los avituallamientos en el pintoresco pueblo de El Acebo, donde sorteando peregrinos nos aguardaban las preciosas mujeres de la organización y sus no menos gallardos varones, con trozos de sandía y plátano, bebidas, las ineludibles barritas, pastelitos y los geles de sabor tropical que más vale hubieran sido de cicuta, para acabar entonces con el penar y el palizón de lo que estaba por venir. La presencia animosa de los generosos y prestos miembros de la Cruz Roja ya nos debieron haber servido de pista: pese a su valía no habían venido a salvar vidas sino a certificar nuestras muertes. Sergio y Luís venían juntos, enteros y con las máquinas aguantando a pleno rendimiento, aunque lo más bonito que salió de sus bocas no puede recogerse en esta crónica. Eran pasadas las diez de la mañana. David, del que pensábamos únicamente recoger sus restos en un frasco, surgió del monte casi una hora más tarde, resoplando como un elefante pero encima de la bici que no era poco y aunque su cara decía otra cosa, la posibilidad de retirarse no fue una opción. Cánticos de la peña allí congregada, ducha de réflex sanadora, masaje resucitador de Alex y el abrazo amoroso del padre le decidieron: seguiría  hasta la siguiente estación del Vía Crucis por pundonor, por locura y porque para eso se había venido. Al menos intentarlo.      Imagen

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Ni un minuto para el descanso, ni un metro para estirar, ni un momento para dedicarse al contemplativo “te gusta conducir” encima de la bici: quitar la vista de la pista era garantía segura para acabar enterrados bajo una cruz jalonando el camino. Tramos de piedras con desnivel, sendas de cazadores que parecían no tener fin, repechos, repechitos, repechotes y toda la variedad de pechos que fuéramos capaces de conjugar sin ver la silueta de una mujer detrás, llevaron a los jinetes hasta la villa de Espinoso de Compludo, donde Caballeros Templarios de carne y hueso con el rey Arturo entre ellos, anunciaban el paso de los supervivientes con el bramido del cuerno de batalla. Alcanzadas las cotas más altas de esta vertiente de la montaña y con el valle a nuestros pies, seguimos por la cresta de la sierra hasta el pueblo de San Cristóbal de Valdueza, y aunque la sombra de su tejo milenario nos quedaba lejos para guarecernos del sol de justicia que empezaba ya a caer, el jamón cortado con esmero por un monje simpático y bonachón y los buenos oficios una vez más de la gente y los niños de la organización, aliviaron penares y recompusieron cuerpos que iban camino de convertirse en escombro. Se llevaban más treinta kilómetros en las piernas.

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El equipo de apoyo del BTT MINA ROMANA no llegó a ver a Sergio y Luís en ninguno de estos  puntos, aunque recibieron inmejorables noticias de su paso por allí: eran las once y media de la mañana y seguían juntos, vivos y dentro de los veinte primeros de la aventura. Habían comido, se habían hidratado y habían dejado un recuerdo imborrable en los presentes (“si si los de Cuenca han pasado ya por aquí”). Precedidos y aliviados por la buena fama que quisieron reconocer la generosidad y la amabilidad de las gentes a estos dos zánganos de la delantera, los esfuerzos del equipo de apoyo se volcaron en David, que pedalada a pedalada iba arrancando jirones de su infancia para convertir su insensatez (y la del padre) en gesta memorable. En Espinoso de Compludo volvieron los masajes del líder a darle vidilla, así como sus consejos, claros, concisos y eficaces (“bebe, dosifica, no hagas locuras, concéntrate, para si lo ves chungo, pie a tierra antes de que sea tu cuerpo el que bese la arena, bla bla bla…”). Un bollo de crema vino a castigar de nuevo su estómago, que ya había volcado momentos antes los restos de unas barritas, pero no había tregua: el empujón en el sillín del pápa lanzó de nuevo al chaval hacia San Cristóbal de Valdueza, a cuyas calles llegó casi una hora después, pasada la una de la tarde y justito para no quedar fuera de tiempo.

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El paso de la hueste de corredores por San Cristóbal de Valdueza daba muestra de la dureza del combate en que estaban todos metidos a esas alturas de la película: allí se veía peña deshecha aunque firme en su propósito de seguir, pero para muchos la dureza del camino había pasado factura y de qué modo.

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Una cuesta en caída libre que algún literato inspirado bautizó como “El Demonio” era lo primero que aguardaba a la salida del avituallamiento y ante la posibilidad de poder elegir entonces entre la ruta corta desde este punto (otros casi treinta kilómetros de mala leche hasta alcanzar las estribaciones del Monte  Pajariel) o seguir el reguero de sangre, sudor y lágrimas del recorrido largo (casi cincuenta kilómetros de peor leche por los Montes de Valdueza, Ferradillo y Rimor hasta los pies del mismo Monte Pajariel) muchos fueron los que optaron, sensatamente, por la corta.

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Sergio y Luís tomaron, como se esperaba de ellos, el camino largo y cuales grajos (ahora estás arriba ahora estás abajo) lidiaron ascensos de riñón y pala, con descensos suicidas (en el caso de Sergio sin frenos delanteros), rondándoles en todo momento el tío del mazo para hacerse colega a la mínima. La gente de este tramo iba muy preparada y la técnica aquí no era virtud sino necesidad. Élite de primer nivel. Se vieron estampas épicas, pero aquí no se podía estar uno a la poesía y las maldiciones eran el único cántico que competía con los pájaros del lugar. David, echo polvo pero aún con los brazos y las piernas en sus sitios originales, se dejó caer por la senda corta acompañado por el ángel de la guarda que les pone Dios a los del Athletic de Madrid: otro athlético que antes moriría junto a él que dejarle abandonado en el camino. No habrá gratitud para la pareja que tomó bajo su compañía al zagal.

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El equipo de apoyo del BTT MINA ROMANA encaminó sus pasos rápidos hasta la cumbre del Monte Pajariel y por los pelos alcanzó a ver entonces a los tres legionarios en liza en el inicio de una bajada temeraria apodada con otro de esos nombres míticos con los que se las gastan los de por aquí: “la putaparió”. Esta cascada de rodadas y piedras, con la vista de Ponferrada a los pies, anunciaba la cercanía de la meta (y de la muerte). Era el último escollo a superar.

ImagenPrimero pasó Luís, un poco antes de las dos de la tarde y a quince minutos de él, por culpa de un pinchazo inesperado, le siguió Sergio. Los dos venían machacados por el paisaje lunar de un sitio maldito que llamaban “La Caldera” (de 30 a 46 grados de temperatura en menos de un kilómetro) y que hacía que quienes llegaban hasta la cumbre donde estábamos cogieran el agua que ofrecían una gentil pareja de veteranos avitualladores para derramarla primero por su cabeza antes de quitarse el polvo seco de la comisura de los labios. Ninguno quiso parar y perder el ritmo de Correcaminos que traían y limitaron su tránsito a lanzar el grito de guerra de la VI LEGIO antes de descolgarse por la pared vertical de la cuesta camino de Ponferrada. La gloria estaba cerca. David aterrizó por este paraje pasadas las tres de la tarde. Llegó para embalsamar pero llegó y animado por la vista del castillo y el final de la agonía, descendió por el lugar que llaman de las “Zetas” para evitar una mala caída justo al final.

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Como ya se sabe que quien diseña una carrera de estas en lo que piensa es en que no le olviden los corredores (ni a él ni a su descendencia), cuando todo se creía superado y se enfilaba la subida al castillo, una última senda de pendiente inverosímil pedía de los corredores un esfuerzo supremo. Muchos fueron los que exhalaron el canto del cisne a menos de trescientos metros del final.

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En la meta entraron los legionarios romanos pasadas las seis horas de carrera (6 horas y 35 segundos Luís y una quincena de minutos después Sergio), marcando los puestos catorce y veinte en el hit parade de la lista de clasificados. El primer corredor en terminar la ruta lo hizo en menos de cinco horas.

Ocho horas y dieciocho minutos después de darse la salida cruzó la meta el último de los legionarios. Venía solo. Era David. Salió niño y volvió gigante (con su parte de arrogancia inevitable). Ojala entienda que el triunfo no fue llegar sino seguir. Que no haber acabado no habría sido un fracaso sino algo comprensible… aunque él llegó (y quedaban otros treinta jinetes por entrar) Dicho queda.

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Otro derroche de la organización con empanada bendita de pulpo (que el estómago de David volvió a rechazar abonando en este caso los matorrales del lugar) y masaje reparador y por la noche una cena medieval en el patio del Castillo Viejo para compartir mesa y mantel con los héroes de esta gesta y sus organizadores, poniendo el broche a una jornada antológica de bici en estado puro. Un diez para todos y el firme compromiso de volver a sobrevivir a la MOUNTEMPLARIA al año que viene, con más legionarios si es posible, para reencontrarnos con caras que ya son de amigos: con esas chicas de los dorsales, con Noemí que nos cogió el teléfono, con el monje bendito, con los ángeles de la guarda, con los que guiaron el paso y cerraban las filas señalizados por un rollo de papel, con los chicos y la chica de la Cruz Roja, con Juanqui y la morena templaria de Espinoso, con los avitualladores de todos lados, los de Pajariel en especial que nos invitaron a cervezas y con los zánganos del pedal que se rieron cuando se les llamó así y con los que maldita la gracia que le vieron al comentario mientras echaban la bilis subiendo al Pajariel… por que vivir juntos la batalla y estar juntos cuando acaba para poder contarla, es un lazo que une para los restos.

Se ponía el sol en las almenas del castillo. Terminaba el día. La jornada ya era Historia. Para nosotros Leyenda.

Gracias a todos.

OSCAR

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